martes, 30 de octubre de 2012

EL CORTEJO DE LAS "PICARAS" CIGARRERITAS

Antiguamente, los cigarros se expendían en los almacenes y pulperías. Casi todos los almaceneros tenían su picador de tabaco, una especie de profesor ambulante que iba de almacén en almacén.

El cigarrero se colocaba en un lugar a resguardado del viento, (a fin de que el tabaco no se volara) y provisto de una fuente de lata puesta sobre los muslos, con tabaco picado y una provisión de hojas de papel de hilo cortado artísticamente con un cuchillo, iba envolviendo y cabeceando sus cigarrillos con admirable prontitud y destreza.

No se envolvían los cigarros en papel de plomo ni tenían envoltura con etiqueta. Se ataban simplemente por ambas extremidades, con hilo negro o colorado, en número de 16 a 20.

Sin embargo, este ramo de industria estaba exclusivamente en manos de la mujer, y muchas familias pobres se sostenían bien con sólo la fabricación de cigarros de hoja. 


La madre o la señora mayor, era en general, la encargada de ir al almacén a comprar el tabaco; no porque a las muchachas les faltase ganas de ir, sino porque las manos jóvenes trabajaban el tabaco, y la señora vieja tenía una parte menos directa en la elaboración, la de los mandados.

Toda la familia, o la mayor parte de ella, tenía participación en la operación de abrir tabaco y separar la tripa de la hoja; una de las más prolijas se ocupaba de remojar, luego abrir y apilar hoja sobre hoja, las que más tarde se empleaban para la capa externa o envoltura del cigarro. Las niñas por lo general eran las fabricantes.


Uno de los recursos legítimos, era el de vender cigarros por menudeo, es decir atados de 128 cigarrillos. Se los vendían al almacenero o pulpero por seis pesos, pero de ese atado se robaban 10 para ser revendidos. Logicamente, siempre alguien compraba de reventa.


Así, muchos jóvenes al pasar por la ventana hábilmente entreabierta de la pieza en que, bien peinada y arregladita trabajaba la cigarrera, no podían menos que detenerse a comprar cigarros de hoja, aun cuando en su vida hubieran probado fumar.


Por regla general, cuando esto sucedía, no había cigarros hechos, rogándole al comprador que entrase un momento y esperara la confección. Mientras duraba esta operación, la conversación no escaseaba, y aun en casos excepcionales, era acompañada de un matecito, tal vez con azúcar quemada.


Fuente: Eduardo Wilde, Buenos Aires desde 70 años atrás.

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EL CORTEJO DE LAS "PICARAS" CIGARRERITAS

Antiguamente, los cigarros se expendían en los almacenes y pulperías. Casi todos los almaceneros tenían su picador de tabaco, una especie de profesor ambulante que iba de almacén en almacén.

El cigarrero se colocaba en un lugar a resguardado del viento, (a fin de que el tabaco no se volara) y provisto de una fuente de lata puesta sobre los muslos, con tabaco picado y una provisión de hojas de papel de hilo cortado artísticamente con un cuchillo, iba envolviendo y cabeceando sus cigarrillos con admirable prontitud y destreza.

No se envolvían los cigarros en papel de plomo ni tenían envoltura con etiqueta. Se ataban simplemente por ambas extremidades, con hilo negro o colorado, en número de 16 a 20.

Sin embargo, este ramo de industria estaba exclusivamente en manos de la mujer, y muchas familias pobres se sostenían bien con sólo la fabricación de cigarros de hoja. 


La madre o la señora mayor, era en general, la encargada de ir al almacén a comprar el tabaco; no porque a las muchachas les faltase ganas de ir, sino porque las manos jóvenes trabajaban el tabaco, y la señora vieja tenía una parte menos directa en la elaboración, la de los mandados.

Toda la familia, o la mayor parte de ella, tenía participación en la operación de abrir tabaco y separar la tripa de la hoja; una de las más prolijas se ocupaba de remojar, luego abrir y apilar hoja sobre hoja, las que más tarde se empleaban para la capa externa o envoltura del cigarro. Las niñas por lo general eran las fabricantes.


Uno de los recursos legítimos, era el de vender cigarros por menudeo, es decir atados de 128 cigarrillos. Se los vendían al almacenero o pulpero por seis pesos, pero de ese atado se robaban 10 para ser revendidos. Logicamente, siempre alguien compraba de reventa.


Así, muchos jóvenes al pasar por la ventana hábilmente entreabierta de la pieza en que, bien peinada y arregladita trabajaba la cigarrera, no podían menos que detenerse a comprar cigarros de hoja, aun cuando en su vida hubieran probado fumar.


Por regla general, cuando esto sucedía, no había cigarros hechos, rogándole al comprador que entrase un momento y esperara la confección. Mientras duraba esta operación, la conversación no escaseaba, y aun en casos excepcionales, era acompañada de un matecito, tal vez con azúcar quemada.


Fuente: Eduardo Wilde, Buenos Aires desde 70 años atrás.

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