martes, 13 de marzo de 2012

MUSICA DEL ARRABAL

En épocas en donde no existía el MP3, ni el CD, ni cassette, ni los discos de vinilo, era muy dificultoso alegrarse mediante música. Las clases altas podían costear el gasto de un piano, pero los pobres poco podían hacer para alegrarse.

En estos tiempos (mediados del 1800) fue clave la función del organillero, quien se paraba en cualquier esquina, haciendo sonar su música por unas monedas. Algunos inclusive fueron contratados para cumpleaños o fiestas humildes, ya que era la única forma de llegar a tener música en los suburbios.

El organito, es un artilugio parecido a una cajita musical, que contiene un cilindro con clavos. La caja tiene varios martillos que golpean esos clavos cuando el cilindro comienza a girar mediante una manivela.

Los cilindros tenían un repertorio surtido. Los había con temas populares europeos como polcas, valses, marchas de óperas, pero también existían exclusivos de tangos.
Existían distintos tipos de organitos, algunos de similar apariencia con una “rocola” fueron adaptados posteriormente al sistema "automático de la moneda", y resultaron el elemento indispensable en los piringundines y bares del bajo o de los arrabales.

El diario "El Nacional" del 29 de agosto de 1876, da cuenta de la aparición, por primera vez en Buenos Aires, de dos organilleros italianos que utilizaban “cotorras” para sacar un papelito. Pronto este novedoso atractivo se popularizó y se difundieron los organilleros "del lorito", que luego de la interpretación hacían sacar "la suerte" para quien la solicitaba, con el pico del animalito y más tarde quienes se hacían acompañar en su recorrida, con un pequeño mono, muy adiestrado y con gran habilidad para recoger las monedas que el público les brindaba.


José Hernández, en 1872, se refiere a ellos en el "Martín Fierro" donde cuenta que los organilleros napolitanos estaban en todos lados, especialmente en las pulperías animando su música con las piruetas de algún mono. También se han visto algunos de esos tocadores de organito napolitanos partir para la guerra del Paraguay, detrás del ejército, prestar animación a las noches del campamento.


Una anécdota muy humana, cuenta que la fábrica de organitos de la familia Rinaldi entregaba organitos a minusválidos, sin que estos pagasen un centavo de adelanto y sin pagarés, le abrían una suerte de "libreta de almacén". La persona trabajaba y a la mañana siguiente pasaba por la fábrica y entregaba a cuenta lo que podía. La señora de Rinaldi se encargaba de anotar día a día los aportes y de esa forma, sin documentos ni garantías, el "organillero" iba saldando su deuda, un verdadero compromiso de honor, basado en la generosidad y magnífica predisposición de los fabricantes.


Mucha gente estaba en contra de "esa música que rompía los tímpanos" y el 26 de noviembre de 1900, el diario "La Nación" publicó una nota a un señor que vivía en la aristocrática calle Florida. El diario mencionaba: "es amante de la buena música y que todas las noches, precisamente a la hora en que puede sentarse al piano, los acordes de tal milonga le impiden distraerse un rato sin molestar al prójimo". El organillero se situaba frente a su casa para tocar la popular milonga: "Bartolo tenía una flauta".


Fue así que comenzó una campaña en contra del popular difusor de la música; con el progreso la ciudad creció, y los "pianos a manubrio" fueron desplazados a los suburbios o reemplazados por el disco hasta que desaparecieron.


Citando a Homero Manzi en su tango “El último organito”, recordamos y homenajeamos de esta manera a “Manu” de Villa Crespo, el último organillero del que se tiene registro documental.


Metejon de Barrio 

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martes, 13 de marzo de 2012

MUSICA DEL ARRABAL

En épocas en donde no existía el MP3, ni el CD, ni cassette, ni los discos de vinilo, era muy dificultoso alegrarse mediante música. Las clases altas podían costear el gasto de un piano, pero los pobres poco podían hacer para alegrarse.

En estos tiempos (mediados del 1800) fue clave la función del organillero, quien se paraba en cualquier esquina, haciendo sonar su música por unas monedas. Algunos inclusive fueron contratados para cumpleaños o fiestas humildes, ya que era la única forma de llegar a tener música en los suburbios.

El organito, es un artilugio parecido a una cajita musical, que contiene un cilindro con clavos. La caja tiene varios martillos que golpean esos clavos cuando el cilindro comienza a girar mediante una manivela.

Los cilindros tenían un repertorio surtido. Los había con temas populares europeos como polcas, valses, marchas de óperas, pero también existían exclusivos de tangos.
Existían distintos tipos de organitos, algunos de similar apariencia con una “rocola” fueron adaptados posteriormente al sistema "automático de la moneda", y resultaron el elemento indispensable en los piringundines y bares del bajo o de los arrabales.

El diario "El Nacional" del 29 de agosto de 1876, da cuenta de la aparición, por primera vez en Buenos Aires, de dos organilleros italianos que utilizaban “cotorras” para sacar un papelito. Pronto este novedoso atractivo se popularizó y se difundieron los organilleros "del lorito", que luego de la interpretación hacían sacar "la suerte" para quien la solicitaba, con el pico del animalito y más tarde quienes se hacían acompañar en su recorrida, con un pequeño mono, muy adiestrado y con gran habilidad para recoger las monedas que el público les brindaba.


José Hernández, en 1872, se refiere a ellos en el "Martín Fierro" donde cuenta que los organilleros napolitanos estaban en todos lados, especialmente en las pulperías animando su música con las piruetas de algún mono. También se han visto algunos de esos tocadores de organito napolitanos partir para la guerra del Paraguay, detrás del ejército, prestar animación a las noches del campamento.


Una anécdota muy humana, cuenta que la fábrica de organitos de la familia Rinaldi entregaba organitos a minusválidos, sin que estos pagasen un centavo de adelanto y sin pagarés, le abrían una suerte de "libreta de almacén". La persona trabajaba y a la mañana siguiente pasaba por la fábrica y entregaba a cuenta lo que podía. La señora de Rinaldi se encargaba de anotar día a día los aportes y de esa forma, sin documentos ni garantías, el "organillero" iba saldando su deuda, un verdadero compromiso de honor, basado en la generosidad y magnífica predisposición de los fabricantes.


Mucha gente estaba en contra de "esa música que rompía los tímpanos" y el 26 de noviembre de 1900, el diario "La Nación" publicó una nota a un señor que vivía en la aristocrática calle Florida. El diario mencionaba: "es amante de la buena música y que todas las noches, precisamente a la hora en que puede sentarse al piano, los acordes de tal milonga le impiden distraerse un rato sin molestar al prójimo". El organillero se situaba frente a su casa para tocar la popular milonga: "Bartolo tenía una flauta".


Fue así que comenzó una campaña en contra del popular difusor de la música; con el progreso la ciudad creció, y los "pianos a manubrio" fueron desplazados a los suburbios o reemplazados por el disco hasta que desaparecieron.


Citando a Homero Manzi en su tango “El último organito”, recordamos y homenajeamos de esta manera a “Manu” de Villa Crespo, el último organillero del que se tiene registro documental.


Metejon de Barrio 

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